Comenzó despacio, con
delicadeza. Apartó -con una respiración más que entrecortada- todos y cada uno
de los mechones que quedaban sueltos de la trenza que colgaba de un lateral de
su cabeza.
Sus ojos oliva eran el
reflejo de la plenitud en los ajenos; su olor, esencia de locos, de los locos
de algo llamado amor.
Las pestañas que los
protegían, aislante de laberintos infinitos, solo eran desprendidas para ser
sopladas, conceder deseos indescifrables.
La piel que cubría su
cuerpo era causante de caricias, conductor como guía a través de un sendero que
lleva a sus labios.
Carretera interminable,
curvas salientes consecuentes en destino al carmín personificado.
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