Se quedó embobada, bajo la fogosidad de sus interminables piernas.
La fuerza con la que tallaba el hielo, a su gusto, con sus cortantes
proyectiles de óxido, marcaba cada pirueta realizada con el ímpetu requerida.
Al más mínimo fallo, la concordancia con la música volaría hacia el
jurado, cuyos ojos no hacen sino que juzgar, entre los lamentos del público.
El fuego del torero helado, que lucha contra los pentagramas que le
retan, a contracorriente, en su trayecto hacia la cumbre.
La altura de su salto representa la elegancia musical que, combinada
con la sensibilidad de su rostro, despierta a las bellas durmientes de la
oscura grada.
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