Siempre nos quedará ese momento en el que
pensamos que seríamos pequeños eternamente, que jamás creceríamos, que llegaría Peter y nos
tiraría de la mano, hacia Nunca Jamás.
Nos atrapamos en la realidad inaccesible de
llegar a conocer a Garfio, de no ser nunca lo suficientemente mayores como para
olvidar a ese osito que nos gustaba abrazar, de cansarnos de los “besos
esquimal y mariposa” de nuestras madres, de medir los centímetros que creíamos
en la pared y de pasar las tardes colgados de una barra o apropiándonos de un
columpio.
Luego llega el momento de dejar todo esto de
lado y, por un momento, parece que va a ser más fácil de lo que pensábamos.
Pero no lo es, porque muchas cosas más, aparte
de los mordedores con olor a canela y los peines de púas de seda, se van, y no
desearías que se marcharan…
No hablamos de peluches, no de muñecas. Lo siento por los
soldaditos de plomo, marionetas y figuritas, pero tampoco se encuentran
implicados en esta conversación. Hablamos del crecimiento, de su inexperiencia
y sus malas consecuencias.
Y es que crecer… No es un juego de niños.
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